lunes, 23 de noviembre de 2009

Rabietas

Mi niño se despertó de la siesta, llorando, gritando. Me acerqué para consolarlo, pero no me dejó. Me apartaba con violencia. Mi niño es un ser cariñoso, amoroso, blandito, una ternura. Se había despertado siendo otro. Gritaba, pataleaba, se estiraba de los pelos, retorcía sus pequeñas manos como apartando algo que yo no podía ver. Pensé que quizás estaba soñando, y le dí unas caricias, se enfadó mucho más. Si le hablaba, se ponía peor; si le cantaba, gritaba: “no, no, no mami, no”. Y entonces recordé haber leído algo sobre las rabietas. Algo que tenía que ver con respetar su proceso interno. Tomé aire y me dispuse a acompañarle. Me vi asomada a una ventana distinta.

Miré el reloj, quería comprobar cuánto tiempo llevaría aquello, y cómo lo llevaría yo. Me senté en la cama, cerca, pero dejándole sitio para que pudiese retorcerse, rodar, patalear, bracear, estirarse y encogerse a su gusto. Puse unas almohadas en el cabecero para evitar que se golpease. Le hablaba bajito, casi con un susurro, para no molestarle, pero suficientemente firme para que notase que estaba allí con él. Le decía cosas como: “estoy contigo, estoy aquí, si me necesitas estoy aquí, a tu lado, estás haciendo un trabajo muy intenso, tienes mucha rabia, tienes mucho enfado, puedes sacarlo todo, te quiero, estoy de tu lado, estamos bien, toma el tiempo que necesites, estamos bien...” Al principio mis palabras me sonaban raras, hablarle de esta forma a un bebé de casi dos años no es muy habitual, y aunque sí lo es entre nosotros, nunca antes habíamos necesitado de este momento de rabieta. Para los dos era una situación nueva.
Mi niño necesitó veintiséis minutos. Acabó sudando, agotado, y rodando hacia mí me dijo: “teta”. Se acurrucó en mi pecho y se quedó dormido.

Yo he necesitado más de una semana para digerirlo.
He necesitado revivir mis propias rabietas de niña, hablar con mi madre. Ella las recordaba muy bien, aún con mucha emoción contenida. Su vivencia como madre dista mucho de la mía como hija, y ambas siendo madres, tan diferentes. Cada cual desde un lugar distinto.

He tenido que elaborar un trocito más de mi propia historia para entenderme, para aceptarme, para quererme más. Ahora sé qué ocurre. Sé que si no se sacan en su momento, en su forma, con un buen acompañamiento, sin culpabilizarnos, sin guerras de poder, sin pretender transformar nada ni reprimirlas, entonces, hay esperanza. Para liberarnos de la rabia de forma sana. Para no llevarla anclada durante años en el cuerpo, y que salga en forma de enfermedad o de agresión.

A la semana volvimos a repetir rabieta. De nuevo al despertar de la siesta. Y esta vez estaba junto a mí su padre, sorprendido, respetuoso. Me encontré más cómoda que la primera vez, y más apoyada, sentía que no quería ver a mi hijo sufrir al mismo tiempo que orgullosa de él. Hizo un trabajo impresionante. Cuando terminó se quedó en silencio, le dije: “¿has terminado?”, “sí, ya, teta” dijo tranquilo. Se acurrucó un momento, y después se puso a jugar, su cara, aún sofocada, reflejaba una felicidad inmensa.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La gestion de la crisis.

Parecería que estoy perdida, fuera de órbita. Hace un montón de meses que este blog no se ha actualizado. Sin embargo, sigo aquí y más conectada que nunca, con la conciencia más abierta.

No puedo evitar sentirme preocupada por la sociedad que voy viendo a mi alrededor. Pienso que me estoy volviendo cada vez más exigente, más analítica, más incisiva. Conmigo misma y con los demás. Por ejemplo, si escucho la radio, la de siempre, la “mía”, me parece superficial, no se tratan los temas en profundidad, parece que la actualidad va tan deprisa que no permite una reflexión. Pienso ahora en el secuestro del barco, el Aracrana. Y me quedo alucinada, parece que si alguien pregunta: ¿qué hacen allí pescando?, ¿es que no se puede dejar de ir a esos sitios tan peligrosos?. Parece que si preguntas, estás fuera de onda. No toca preguntar eso, sino cómo se gestiona “la crisis”. Pero si la crisis es la del mar, el agotamiento de la pesca, los caladeros abandonados porque ya no hay peces comestibles suficientes, la contaminación de las aguas, el hambre y la pobreza extrema de los países del sur, la falta de salidas y vida digna para la gente que, o se vende a las armas, o se muere de hambre. Y la falta de valores humanos, de alegría, de esperanza en una vida mejor. Y otras tantas cosas que están ahí solo para que las miremos, pensemos, reflexionemos y tomemos conciencia. Pero parece que a nadie le importa mucho.
A lo mejor, soy yo. Que desde que me he vuelto vegetariana pienso en lo pequeño. Pienso en mi hijo, en el planeta que le quedará tras nuestro paso. Y me descubro identificándome con la madre que acuna a su hijo africano, a miles de kilómetros de distancia, a solo unas horas de avión. Pensando qué futuro tendrá su criatura, si te tocará ser pirata, o esclavo de quién.

A lo mejor soy yo la fatalista, la agorera, la Casandra.

¿Y dónde queda el sentido común?. Dicen que los pescadores tienen que ganarse el pan, sí pero los tiempos cambian constantemente, y a lo mejor toca un cambio gordo. También se lo ganaban los gancheros que bajaban troncos por el Tajo, y los cazadores de mamut, hasta que es extinguieron. Somos una especie de borregos raros. No nos damos cuenta de las cosas hasta que las cosas se dan cuenta de nosotros.

Y sigo así. Dándole vueltas a las cosas. Qué se le va a hacer. Porque sigo creyendo que otro mundo es posible.